La reciente legalización del cannabis en Uruguay y el Estado de Colorado ha dado nuevos bríos a los partidarios de regular su consumo. En Catalunya, la fórmula de los clubs cannábicos se debate entre la ordenación y la amenaza de la nueva ley de seguridad ciudadana.
No es fácil poner de acuerdo a Lady Gaga, Kofi Annan, Mario Vargas Llosa, Richard Branson, Javier Solana, George Soros y Rihanna, pero la marihuana puede presumir de haberlo conseguido. Figuras tan dispares como estas, a las que progresivamente se han ido uniendo nuevas personalidades de variado perfil estético, generacional y político, llevan años reclamando que se regule el consumo del cannabis.
Sin haber logrado imponer sus tesis en la comunidad internacional, pero sin tirar nunca la toalla, el movimiento en favor de la legalización de la marihuana ha mantenido vivo este debate en los últimos tiempos y ha empezado el 2014 con un impulso renovado: la decisión de las autoridades de Uruguay y Colorado (Estados Unidos) de autorizar la producción y venta de esta droga va a permitir visualizar de manera clara cómo sería un mundo con tiendas de maría a la vuelta de la esquina.
A la luz de las reacciones cosechadas en las últimas semanas, el planeta parece mirar hacia Denver y Montevideo con papel y lápiz para tomar nota. El estado de Washington equiparará en primavera su reglamento sobre cannabis al de Colorado y los legisladores de Maryland y New Hampshire han anunciado distintas iniciativas para explorar en breve ese camino. Los gobiernos de Canadá, Israel y Chile ya se han dirigido al uruguayo para interesarse en posibles compras de marihuana con fines médicos y el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, ha confirmado que autorizará la dispensa de hierba para uso terapéutico en una veintena de hospitales de la ciudad, medida que ya se aplica en 20 estados del país norteamericano.
La demanda de la legalización hace tiempo que dejó de ser un grito lanzado desde los márgenes de la sociedad. En el 2011, la Global Commission on Drug Policy unió las voces de una decena de expresidentes de gobierno -entre ellos el brasileño Fernando Henrique Cardoso, el mexicano Ernesto Zedillo, el griego George Papandreu y el portugués Jorge Sampaio- a otros tantos intelectuales y políticos de perfil internacional para reclamar: «Paremos la guerra contra las drogas».
La represión no funciona
Más de medio siglo después de que el Convenio Único sobre estupefacientes de la ONU incluyera el cannabis entre las sustancias que erradicar, la vía de la prohibición parece suscitar más dudas que certezas. La represión no impide que 160 millones de personas fumen habitualmente maría o hachís en todo el mundo. EEUU, el país que hizo bandera del prohibicionismo, gasta cada año 50.000 millones de dólares en perseguir y detener a 650.000 personas por producir o vender marihuana. A la vista de esta inútil carrera sin aparente fin, la sociedad norteamericana ha empezado a posicionarse en las encuestas en favor de la legalización.
«La prohibición ha sido un fracaso. No solo no ha eliminado las drogas, sino que ha tenido efectos colaterales muy desgraciados y le ha regalado al crimen organizado el negocio más lucrativo del planeta», afirma Araceli Manjón. Después de enfrentarse a los narcos en la Audiencia Nacional y a los adictos en el Plan Nacional sobre Drogas, donde fue directora de gabinete, esta profesora de Derecho Penal reconoce haber cambiado su perspectiva sobre los estupefacientes en general, y el cannabis, en particular. «Me he criado en la cultura de la prohibición y conozco el vértigo que da pedir la legalización, pero he llegado a la conclusión de que es hora de probar otras alternativas», afirma.
La falta de experiencias de regulación, que ahora se verá paliada con los experimentos de Uruguay, Colorado y Washington, ha mantenido el debate de la legalización en el limbo de lo teórico. El caso de Holanda, cuyos coffee shops ofrecen cannabis desde los años 70 -aunque han restringido la venta para luchar contra el turismo del porro-, es demasiado particular para extrapolarlo a otros países. ¿Sería viable aplicar en España el modelo uruguayo, donde el Estado se convierte en garante de la producción y distribución de la hierba?
Los responsables públicos en materia de drogas siguen considerando un anatema esta sugerencia y se mantienen firmes en los principios que animan a las políticas de la prohibición: «Aumentar la disponibilidad de estas sustancias incrementaría su consumo, es la ley de la oferta y la demanda. Que nadie espere por nuestra parte gestos de ese tipo», resume Francisco Babín, delegado del Gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas, para quien cualquier escenario de legalización es peor que el actual. «Habría más problemas de salud pública. Y que nadie lo dude: si se legalizara la venta de droga, las mafias que hoy acaparan ese mercado acabarían haciéndose de nuevo con el negocio», pronostica.
«Experimentos» con la salud
El Gobierno no quiere oír hablar de lo que considera «hacer experimentos con la salud de la gente» y
cree que las voces que piden la legalización del cannabis se
desentienden del rostro sombrío que el consumo de esta droga ofrece a
veces, en forma de adicción y trastornos psiquiátricos. En opinión de
Babín, estos casos se dispararían si fuera posible comprar maría en el
estanco como se compran cigarrillos.
Este cálculo no es compartido por todos los que conocen de cerca el mundo de los estupefacientes. «Peor
que como estamos no podemos estar. Hoy un adolescente tiene más fácil
el acceso al hachís en plena calle que a otras drogas que son legales,
como el alcohol o el tabaco», advierte Fernando Caudevilla, médico
especializado en tratamiento de drogodependientes, quien afina los
límites de la propuesta legalizadora: «Nadie pide que haya barra
libre de marihuana, sino que se regule. Esto permitirá controlar mejor
el consumo, sobre todo de los que hacen un uso inadecuado», sugiere.
Alejada de los vaticinios, entre apocalípticos y utópicos, que rodean el
debate de la legalización, la realidad cannábica de nuestro país ha
aprendido a acomodarse en los resquicios que ofrece el marco jurídico,
que a pesar de prohibir esta droga no ha impedido que España esté a la
cabeza del mundo en su consumo. Según un estudio de la Organización
Mundial de Salud del 2012, el 27% de los adolescentes españoles
reconocen haber fumado hachís o maría. La última encuesta del Ministerio
de Sanidad sobre alcohol y drogas revela un descenso del uso de
cannabis, pero advierte de que un 7% de la población acude a él con
cierta regularidad. Es decir: 3,2 millones de españoles confiesan fumar
al menos un porro al mes.
Un creciente sector de esa población ha encontrado solución a sus
necesidades a través de las asociaciones cannábicas, cuyo vertiginoso
afloramiento en los últimos años ha supuesto la novedad más llamativa
del mundo de la marihuana en España. Particularmente en Catalunya, donde
se calcula que hay más de 300 clubs, casi todos de reciente creación, y
muy especialmente en Barcelona, donde se estima que funcionan unos 200.
Se estima, porque nadie se atreve a dar una cifra exacta de sociedades
cannábicas, ya que no existe un registro, ni autonómico ni estatal, que
controle su funcionamiento. Surgidas al amparo de varias sentencias del
Supremo que permiten el consumo colectivo de cannabis, en el paisaje de
las asociaciones se respira hoy cierta sensación de Lejano Oeste. A
falta de una regulación que defina esta figura, conviven pequeños grupos
de fumadores de estricto acceso y rígido funcionamiento, fieles a la
vocación con la que nacieron de compartir un lugar para producir y
consumir marihuana, con grandes clubs formados por varios miles de
socios, financiados por capital extranjero y donde el control de la
droga que se distribuye es manifiestamente más relajado.
«En la Rambla reparten flyers de locales donde ofrecen carnets de socios
por una hora y venden hierba libremente», reconoce a este periódico un
usuario habitual de cannabis. La violación de los principios no escritos
con los que surgieron estas sociedades puede hacer que peligre la
fórmula made in Catalunya de regulación del consumo del cannabis. Su
legalidad está en el aire. «En los clubs pequeños, los cultivos se
registran ante notario, se sabe qué planta es de cada socio y hay un
protocolo muy estricto para entrar. Entendemos que esto es legal»,
señala Oriol Vendrell, abogado de varias asociaciones.
Los Mossos no lo tienen tan claro y en los últimos meses han llevado a
cabo registros en clubs cannábicos de toda Catalunya. Como el de
Balaguer, que se saldó en noviembre con el cierre del local, la
incautación de 652 plantas y la detención del presidente, acusado de
vender maría. «No existe ningún vacío legal. Una asociación que se
dedique a cultivar y distribuir cannabis está cometiendo un delito»,
advierte José Ramón Noreña, jefe de la Fiscalía Especial Antidroga, cuyo
departamento ordenó en el 2013 hasta 65 investigaciones en otras tantas
asociaciones, 17 de las cuales acabaron en los juzgados.
La Generalitat pretende despejar la humareda en torno al mundo de los
clubs de cannabis y el año pasado activó una comisión, donde están
presentes las asociaciones, la fiscalía y los partidos políticos, con el
fin de dotar a los locales de un reglamento claro. «Regular los clubs
no es legalizar la marihuana, sino controlar un fenómeno que está ahí y
es inútil negar. Es mejor delimitar las normas de funcionamiento y
fomentar las buenas prácticas entre las asociaciones que mirar para otro
lado», propone Joan Colom, subdirector general de Drogodependències de
la Agència de Salut Pública de Catalunya.
Las sociedades cannábicas recogen el guante. «Somos los primeros
interesados en que se aclare nuestra situación. No nos gusta esta
inseguridad jurídica, ni que haya detenciones de usuarios a la puerta de
nuestros locales, como ocurre a menudo», se queja Albert Tió, portavoz
de la Federación de Asociaciones Cannábicas Autorreguladas de Catalunya,
una de las dos plataformas de clubs que operan en la comunidad, y que
juntas suman 165.000 socios, de los cuales 60.000 son consumidores
habituales. «Rechazamos que se nos acuse de ser coffee shops
encubiertos», afirma este fumador.
La fórmula de las asociaciones cannábicas puede esfumarse si se aprueba
la nueva ley de seguridad ciudadana cuyo anteproyecto multiplica por
tres la sanción mínima por posesión de marihuana y penaliza el
autocultivo en pequeña escala. Tener una maceta de maría en el balcón
acarreará una multa de entre 1.001 y 30.000 euros. La reforma ha sido
interpretada entre los partidarios de la regulación de esta droga como
un retroceso histórico. «Esto acorrala al consumidor y le dice: ‘tu
único camino es el mercado negro’», interpreta la penalista Araceli
Manjón. Frente a los brotes verdes que asoman a nivel mundial en el
debate de la legalización de la marihuana, en España se anuncian tiempos
de poda.